UN RETRATO DE WATTEAU |
en AZUL... |
por Rubén Darío |
EN CHILE |
ALBUM SANTIAGUÉS |
II |
UN RETRATO DE WATTEAU |
Estáis en los misterios de un tocador. Estáis viendo ese brazo de
ninfa, esas manos diminutas que empolvan el haz de rizos rubios de la cabellera
espléndida. La araña de luces opacas derrama la languidez de su girándula por
todo el recinto. Y he aquí que al volverse ese rostro, soñamos en los buenos
tiempos pasados. Una marquesa, contemporánea de madame de Maintenón, solitaria
en su gabinete, da las últimas manos a su tocado.
Todo está correcto; los
cabellos que tienen todo el Oriente en sus hebras, empolvados y crespos; el
cuello del corpiño, ancho y en forma de corazón, hasta dejar ver el principio
del seno firme y pulido; las mangas abiertas que muestran blancuras incitantes;
el talle ceñido, que se balancea, y el rico faldellín de largos vuelos, y el pie
pequeño en el zapato de tacones rojos.
Mirad las pupilas azules y
húmedas, la boca de dibujo maravilloso, con una sonrisa enigmática de esfinge,
quizá en recuerdo del amor galante, del madrigal recitando junto al tapiz de
figuras pastoriles o mitológicas, o del beso a furtivas, tras la estatua de
algún silvano, en la penumbra.
Vese la dama de pies a cabeza, entre dos
grandes espejos; calcula el efecto de la mirada, del andar, de la sonrisa, del
vello casi impalpable que agitará el viento de la danza en su nuca fragante y
sonrosada. Y piensa, y suspira; y flota aquel suspiro en ese aire impregnado de
aroma femenino que hay en un tocador de mujer.
Entretanto, la contempla
con sus ojos de mármol una Diana que se alza irresistible y desnuda sobre su
plinto; y le ríe con audacia un sátiro de bronce que sostiene entre los pámpanos
de su cabeza un candelabro; y en el asa de un jarrón de Rouen lleno de agua
perfumada, le tiende los brazos y los pechos una sirena con la cola corva y
brillante de escamas argentinas, mientras en el plafón, en forma de óvalo, va
por el fondo inmenso y azulado sobre el lomo de un toro robusto y divino, la
bella Europa, entre delfines áureos y tritones corpulentos que sobre el vasto
ruido de las ondas, hacen vibrar el ronco estrépito de sus resonantes
caracoles.
La hermosa está satisfecha; ya pone perlas en la garganta y
calza las manos en seda; ya, rápida se dirige a la puerta donde el carruaje
espera y el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa y gentíl, a esa aristocrática
santiaguesa que se dirige a un baile de fantasía de manera que el gran Watteau
le dedicaría sus pinceles.
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Rubén Darío |
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Última Revisión: 1 de Noviembre del 2002 |
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