EL SÁTIRO SORDO |
en AZUL... |
por Rubén Darío |
EL SÁTIRO SORDO |
Cuento griego |
Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su
selva. Los dioses le habían dicho: “Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón,
persigue ninfas y suena tu flauta”. El sátiro se divertía.
Un día que el
padre Apolo estaba tañendo la divina lira, el sátiro salió de sus dominios y fue
osado a subir el sacro monte y sorprender al dios crinado. Éste le castigó,
tornándole sordo como una roca. En balde de las espesuras de la selva llena de
pájaros, se derramaban los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía
nada. Filomela llegaba a cantarle, sobre su cabeza enmarañada y coronada de
pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas
pálidas. Él permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes, y saltaba
lascivo y alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera
blanca y rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia. Todos los animales le
rodeaban como a un amo a quien se obedece.
A su vista, para distraerle,
danzaban coros de bacantes encendidas en su fiebre loca, y acompañaban la
armonía, cerca de él, faunos adolescentes, como hermosos efebos, que le
acariciaban reverentemente con su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz, ni
el ruido de los crótolos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida este
rey barbudo, que tenía patas de cabra.
Era sátiro
caprichoso.
Tenía dos consejeros áulicos: una alondra y un asno. La
primera perdió su prestigio cuando el sátiro se volvió sordo. Antes, si cansado
de su lascivia soplaba su flauta dulcemente, la alondra le acompañaba. Después
en su gran bosque, donde no oía ni la voz del olímpico trueno, el paciente
animal, de las largas orejas, le servía para cabalgar, en tanto que la alomdra,
en los apogeos del alba, se le iba de las manos, cantando camino de los
cielos.
La selva era enorme. De ella tocaba a la alondra la cumbre; al
asno, el pasto. La alondra era saludada por los primeros rayos de la aurora;
bebía rocío en los retoños, despertaba al roble diciéndole: «Viejo roble,
despiértate». Se deleitaba con un beso del Sol: era amada por el lucero de la
mañana. Y el hondo azul, tan grande, sabía que ella, tan chica, existía bajo su
inmensidad. El asno (aunque entonces no había conversado con Kant) era experto
en filosofía, según el decir común. El sátiro, que le veía ramonear en la
pastura, moviendo las orejas con aire grave, tenía alta idea de tal pensador. En
aquellos días el asno no tenía como hoy tan larga fama. Moviendo sus mandíbulas,
no se habría imaginado que escribiesen en su loa Daniel Heinsins, en latín;
Passerat, Buffon y el gran Hugo, en francés; Posada y Valderrama, en
español.
Él, pacienzudo, si le picaban las moscas, las espantaba con el
rabo, daba coces de cuando en cuando y lanzaba bajo la bóveda del bosque el
acorde estraño de su garganta. Y era mimado allí. Al dormir su siesta sobre la
tierra negra y amable, le daban su olor las hierbas y las flores. Y los grandes
árboles inclinaban sus follajes para hacerle sombra.
Por aquellos días,
Orfeo, poeta, espantado de la miseria de los hombres, pensó huir a los bosques,
donde los troncos y las piedras le comprenderían y escucharían con éxtasis, y
donde él podría temblar de armonía y fuego de amor y de vida al sonar de su
instrumento.
Cuando Orfeo tañía su lira había sonrisa en el rostro
apolíneo. Deméter sentía gozo. Las palmeras derramaban su polen, las semillas
reventaban, los leones movían blandamente su crin. Una vez voló un clavel de su
tallo hecho mariposa roja, y una estrella descendió fascinada y se tornó flor de
lis.
¿:Qué selva mejor que la del sátiro, a quien él encantaría, donde
sería tenido como un semidiós; selva toda alegría y danza, belleza y lujuria;
donde ninfas y bacantes eran siempre acariciadas y siempre vírgenes; donde había
uvas y rosas y ruido de sistros, y donde el rey caprípedo bailaba delante de sus
faunos beodos y haciendo gestos como Sileno?
Fué con su corona de laurel,
su lira, su frente de poeta, orgulloso, erguido y radiante.
Llegó hasta
donde estaba el sátiro velludo y montaraz, y para pedirle hospitalidad, cantó.
Cantó del gran Jove, de Eros y de Afrodita, de los centauros gallardos y de las
bacantes ardientes: cantó la copa de Dionisio, y el tirso que hiere el aire
alegre, y a Pan Emperador de las montañas, Soberano de bosques, dios-sátiro que
también sabía cantar. Cantó de las intimidades del aire y de la tierra, gran
madre. Así explicó la melodía de un arpa eólica, el susurro de una arboleda, el
ruido ronco de un caracol y las notas armónicas que brotan de una siringa. Cantó
del verso que baja del cielo y place a los dioses, del que acompaña el bárbitos
en la oda y el tiempo en el peán. Cantó los senos de nieve tibia y las copas del
oro larado, y el buche del pájaro y la gloria del sol.
Y desde el
principio del cántico brilló la luz con más fulgores. Los enormes troncos se
conmovieron, y hubo rosas que se deshojaron y lirios que se inclinaron
lánguidamente como en un dulce desmayo. Porque Orfeo hacía gemir los leones y
llorar los guijarros con la música de su lira rítmica. Las bacantes más furiosas
habían callado y le oían como en un sueño. Una náyade virgen a quien nunca ni
una sola mirada del sátiro había profanado, se acercó tímida al cantor y le
dijo: «Yo te amo». Filomela había volado a posarse en la lira como la paloma
anacreóntica. No hubo más eco que la voz de Orfeo. Naturaleza sentía el himno.
Venus, que pasaba por las cercanías, preguntó de lejos con su divina voz: «¿:Está
aquí, acaso, Apolo?»
Y en toda aquella inmensidad de maravillosa armonía,
el único que no oía nada era el sátiro sordo.
Cuando el poeta concluyó,
dijo a éste: -¿:Os place mi canto? Si es así, me quedaré con vos en la
selva.
El sátiro dirigió una mirada a sus dos consejeros. Era preciso que
ellos resolviesen lo que no podía comprender él. Aquella mirada pedía una
opinión.
-Señor- dijo la alondra, esforzándose en producir la voz más
fuerte de su buche -,quédese quien así ha cantado con nosotros. He aquí que su
lira es bella y potente. Te ha ofrecido la grandeza y la luz rara que hoy has
visto en tu selva. Te ha dado su armonía. Señor, yo sé de estas cosas. Cuando
viene el alba desnuda y se despierta el mundo, yo me remonto a los profundos
cielos y vierto desde la altura las perlas invisibles de mis trinos, y entre las
claridades matutinas mi melodía inunda el aire, y es el regocijo del espacio.
Pues yo te digo que Orfeo ha cantado bien, y es un elegido de los dioses. Su
música embriagó el bosque entero. Las águilas se han acercado a revolar sobre
nuestras cabezas, los arbustos floridos han agitado suavemente sus incensarios
misteriosos, las abejas han dejado sus celdillas para venir a escuchar. En
cuanto a mí, ¡oh señor!, si yo estuviese en lugar tuyo, le daría mi guirnalda de
pámpanos y mi tirso. Existen dos potencias: la real y la ideal. Lo que Hércules
haría con sus muñecas, Orfeo lo hace con su inspiración. El dios robusto
despedazaría de un puñetazo al mismo Athos. Orfeo les amansaría, con la eficacia
de su voz triunfante, a Nemea su león y a Erimanto su jabalí. De los hombres,
unos han nacido para forjar metales, otros para arrancar del suelo fértil las
espigas del trigal, otros para combatir en las sangrientas guerras y otros para
enseñar, glorificar y cantar. Si soy tu copero y te doy vino, goza tu paladar;
si te ofrezco un himno, goza tu alma.
Mientras cantaba la alondra, Orfeo
le acompañaba con su instrumento, y un vasto y dominante soplo lírico se
escapaba del bosque verde y fragante. El sátiro sordo comenzaba a impacientarse.
¿:Quién era aquel extraño visitante? ¿:Por qué ante él había cesado la danza loca
y voluptuosa? ¿:Qué decían sus dos consejeros?
¡Ah! ¡La alondra había
cantado; pero el sátiro no oía! Por fin, dirigió su vista al
asno.
¿:Faltaba su opinión? Pues bien; ante la selva enorme y sonora, bajo
el azul sagrado, el asno movió la cabeza de un lado a otro, grave, terco,
silencioso, como el sabio que medita.
Entonces, con su pie hendido, hirió
el sátiro el suelo, arrugó su frente con enojo, y, sin darse cuenta de nada,
exclamó, señalando a Orfeo la salida de la selva:
-¡No!...
Al
vecino Olimpo llegó el eco, y resonó allá, donde los dioses estaban de broma, un
coro de carcajadas formidables que después se llamaron homéricas.
Orfeo
salió triste de la selva del sátiro sordo y casi dispuesto a ahorcarse del
primer laurel que hallase en su camino.
No se ahorcó, pero se casó con
Eurídice.
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Última Revisión: 1 de Noviembre del 2002 |
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