LA MUERTE DE LA EMPREATRIZ DE LA CHINA |
en AZUL... |
por Rubén Darío |
LA MUERTE DE LA EMPREATRIZ DE LA CHINA |
Delicada y fina como una joya humana, vivía aquella muchachita de
carne rosada, en la pequeña casa que tenía un saloncito con los tapices de color
azul desfalleciente. Era su estuche.
¿:Quién era el dueño de aquel
delicioso pájaro alegre, de ojos negros y boca roja? ¿:Para quién cantaba su
canción divina, cuando la señorita Primavera mostraba en el triunfo del sol su
bello rostro riente, y abría las flores del campo, y alborotaba la nidada?
Suzette se llamaba la avecita que había puesto en jaula de seda, peluches y
encajes, un soñador artista cazador, que la había cazado una mañana de mayo en
que había mucha luz en el aire y muchas rosas abiertas.
Recaredo
-capricho paternal, él no tenía la culpa de llamarse Recaredo- se había casado
hacía año y medio -¿:Me amas? -Te amo. ¿:Y tú? -Con toda el alma.
Hermoso el día dorado, después de lo del cura. Habían ido luego al campo nuevo,
a gozar libres del gozo del amor. Murmuraban allá en sus ventanas de hojas
verdes, las campanillas y las violetas silvestres que olían cerca del riachuelo,
cuando pasaban los dos amantes el brazo de él en la cintura de ella, el brazo de
ella en la cintura de él, los rojos labios en flor dejando escapar los besos.
Después, fue la vuelta a la gran ciudad, al nido lleno de perfume, de juventud y
de calor dichoso.
¿:Dije ya que Recaredo era escultor? Pues si no lo he
dicho, sabedlo.
Era escultor. En la pequeña casa tenía su taller, con
profusión de mármoles, yesos, bronces y terracotas. A veces, los que pasaban
oían a través de las rejas y persianas una voz que cantaba y un martilleo
vibrante y metálico. Suzette, Recaredo, la boca que emergía el cántico, y el
polpe del cincel.
Luego el incesante idilio nupcial. En puntillas, llegar
donde él trabajaba, e inundándole de cabellos la nuca, besarle rápidamente.
Quieto, quietecito, llegar donde ella duerme en su chaise longue, los
piececitos calzados y con medias negras, uno sobre otro, el libro abierto sobre
el regazo, medio dormida; y allí el beso es en los labios, beso que sorbe el
aliento y hace que se abran los ojos inefablemente luminosos. Y a todo esto, las
carcajadas del mirlo, un mirlo enjaulado que cuando Suzette toca de Chopin, se
pone triste y no canta. !Las carcajadas del mirlo! No era poca cosa. -¿:Me
quieres? -¿:No lo sabes? -¿:Me amas? -¡Te adoro! Ya estaba el animalucho echando
toda la risa del pico. Se le sacaba de la jaula, revolaba por el saloncito
azulado, se detenía en la cabeza de un Apolo de yeso, o en la frámea de un viejo
germano de bronce oscuro. Tiiiiiirit... rrrrrrich... fiii... ¡Vaya que a veces
era malcriado e insolente en su algarabía! Pero era lindo sobre la mano de
Suzette, que le mimaba, le apretaba el pico entre sus dientes hasta hacerlo
desesperar, y le decía a veces con una voz severa que temblaba de terneza:
!Señor mirlo, es usted un picarón!
Cuando los dos amados estaban juntos,
se arreglaban uno al otro el cabello. «Canta», decía él. Y ella cantaba
lentamente; y aunque no eran sino pobres muchachos enamorados, se veían
hermosos, gloriosos y reales; él la miraba como a una Elsa, y ella le miraba
como a un Lohengrin. Porque el Amor, ¡oh jóvenes llenos de sangre y de sueños!,
pone un azul de cristal ante los ojos y da infinitas alegrías.
¡Cómo se
amaban! Él la comtemplaba sobre las estrellas de Dios; su amor recorría toda la
escala de la pasión, y era ya contenido, ya tempestuoso en su querer, a veces
casi místico. En ocasiones dijérase aquel artista un teósofo que veía en la
amada mujer algo supremo y extrahumano como la Ayesha de Ridder Hagard; la
aspiraba como una flor, le sonreía como a un astro y se sentía soberbiamente
vencedor al estrechar contra su pecho aquella adorable cabeza, que cuando estaba
pensativa y quieta era comparable al perfil hierático de la medalla de un
emperatriz bizantina.
Recaredo amaba su arte. Tenía la pasión de la
forma; hacía brotar del mármol gallardas diosas desnudas de ojos blancos,
serenos y sin pupilas; su taller estaba poblado de un pueblo de estatuas
silenciosas, animales de metal, gárgolas terroríficas, grifos de largas colas
vegetales, creaciones góticas quizá inspiradas por el ocultismo. ¡Y, sobre todo,
la gran afición! Japonerías y chinerías. Recaredo era en esto un original. No sé
qué habría dado por hablar chino o japonés. Conocía los mejores álbumes; había
leído buenos exotistas, adoraba a Loti y a Judith Gautier, y hacía sacrificios
por adquirir trabajos legítimos, de Yokohama, de Nagasaki, de Kioto o de Nankín
o Pekín: los cuchillos, las pipas, las máscaras feas y misteriosas como las
caras de los sueños hípnicos, los mandarinitos enanos con panzas de curbitáceos
y ojos circunflejos, los monstruos de grandes bocas de batracio, abiertas y
dentadas, y diminutos soldados de Tartaria, con faces foscas.
-¡Oh -le
decía Suzette-, aborrezco tu casa de brujo, ese terrible taller, arca extraña
que te roba a mis caricias!
Él sonreía, dejaba su lugar de labor, su
templo de raras chucherías y corría al pequeño salón azul, a ver y mimar su
gracioso dije vivo, y oír cantar y reír al loco mirlo jovial.
Aquella
mañana cuando entró, vió que estaba su dulce Suzette, soñolienta y tendida,
cerca de un tazón de rosas que contenía un trípode. ¿:Era la Bella durmiente del
bosque? Medio dormida, el delicado cuerpo modelado bajo una bata blanca, la
cabellera castaña apelotonada sobre uno de los hombres, toda ella exhalando un
suave olor femenino, era como una deliciosa figura de los amables cuentos que
empiezan: «Éste era un rey...»
La despertó:
-¡Suzette; mi
bella!
Traía la cara alegre; le brillaban los ojos negros bajo su fez
rojo de labor; llevaba una carta en la mano.
-Carta de Robert, Suzette.
¡El bribonazo está en China! «Hong Kong, 18 de enero...»-. Suzette, un tanto
amodorrada, se había sentado y le había quitado el papel. ¡Conque aquel
andariego había llegado tan lejos! «Hong Kong, 18 de enero...» Era gracioso. ¡Un
excelente muchacho el tal Robert, con la manía de viajar! Llegaría al fin del
mundo. ¡Robert, un grande amigo! Se veían como de la familia. Había partido
hacía dos años para San Francisco de California. ¡Habríase visto loco
igual!
Comenzó a leer.
«Hong Kong, 18 de enero de 1888. |
»Mi buen Recaredo:
»Vine y vi. No he vencido
aún.
»En San Francisco supe vuestro matrimonio y me alegré. Di un salto y
caí en la China. He venido como agente de una casa californiana, importadora de
sedas, lacas, marfiles y demás chinerías. Junto con esta carta debes recibir un
regalo mío que, dada tu afición por las cosas de este país amarillo, te llegará
de perlas. Ponme a los pies de Suzette, y conserva el absequio en memoria de
tu
Robert.» |
Ni más, ni menos. Ambos soltaron la carcajada. El mirlo, a su
vez, hizo estallar la jaula en una explosión de gritos musicales.
La caja
había llegado, una caja de regular tamaño, llena de marchamos, de números y de
letras negras que decían y daban a entender que el contenido era muy frágil.
Cuando la caja se abrió, apareció el misterio. Era un fino busto de porcelana,
un admirable busto de mujer sonriente, pálido y encantador. En la base tenía
tres inscripciones, una en caracteres chinescos, otra en inglés y otra en
francés. La emperatriz de la China. ¡La emperatriz de la China! ¿:Qué
manos de artista asiático habían modelado aquellas formas atrayentes de
misterio? Era una cabellera recogida y apretada, una faz enigmática, ojos bajos
y extraños, de princesa celeste, sonrisa de esfinge, cuello erguido sobre los
hombros columbinos, cubiertos por una honda de seda bordada de dragones, todo
dando magia a la porcelana blanca, con tonos de cera, inmaculada y cándida. ¡La
emperatiz de la China! Suzette pasaba sus dedos de rosa sobre los ojos de
aquella graciosa soberana, un tanto inclinados, con sus curvos epicantus bajo
los puros y nobles arcos de las cejas. Estaba contenta. Y Recaredo sentía
orgullo de poseer su porcelana. Le haría un gabinete especial, para que viviese
y reinase sola, como en el Louvre la Venus de Milo, triunfadora, cobijada
imperialmente por el plafón de su recinto sagrado.
Así lo hizo. En un
extremo del taller fromó un gabinete minúsculo, con biombos cubiertos de
arrozales y de grullas. Predominaba la nota amarilla. Toda la gama, oro, fuego,
ocre de Oriente, hoja de otoño, hasta el pálido que agoniza fundido en la
blancura. En el centro, sobre un pedestal dorado y negro, se alzaba riendo la
exótica imperial. Alrededor de ella había colocado Recaredo todas sus japonerías
y curiosidades chinas. Las cubría un gran quitasol nipón, pintado de camelias y
de anchas rosas sangrientas. Era cosa de risa, cuando el artista soñador,
después de dejar la pipa y los pinceles, llegaba frente a la emperatriz, con las
manos cruzadas sobre el pecho, a hacer zalemas. Una, dos, diez, veinte veces la
visitaba. Era una pasión. En un plato de laca yokohamesa le ponía flores frescas
todos los días.
Tenía, en momentos, verdaderos arrobos delante del busto
asiático que le conmovía en su deleitable e inmóvil majestad. Estudiaba sus
menores detalles, el caracol de la oreja, el arco del labio, la nariz pulida, el
epicantus del párpado. ¡Un ídolo, la famosa emperatriz! Suzette le llamaba de
lejos: -¡Recaredo!
-¡Voy! -y seguía en la contemplación de su obra de
arte. Hasta que Suzette llegaba a llevárselo a rastras y a besos.
Un día,
las flores del plato de laca desaparecieron como por encanto.
-¿:Quién ha
quitado las flores? -gritó el artista desde el taller.
-Yo -dijo una voz
vibradora.
Era Suzette, que entreabría una cortina, toda sonrosada y
haciendo relampaguear sus ojos negros.
Allá en lo hondo de su cerebro se
decía el señor Recaredo, artista escultor: -¿:Qué tendrá mi mujercita? No comía
casi. Aquellos buenos libros desflorados por su espátula de marfil estaban en el
pequeño estante negro, con sus hojas cerradas sufriendo la nostalgia de las
blandas manos de rosa y del tibio regazo perfumado. El señor Recaredo la veía
teriste. ¿:Qué tendrá mi mujercita? En la mesa no quería comer. Estaba seria.
¡Qué sería! La mirada a veces con el rabo del ojo y el marido veía aquellas
pupilas oscuras, húmedas, como si quisieran llorar. Y ella al responder, hablaba
como los niños a quienes se ha negado un dulce. ¿:Qué tendrá mi mujercita? ¡Nada!
Aquel «nada» lo decía ella con voz de queja, y entre sílaba y sílaba había
lágrimas.
¡Oh, señor Recaredo! Lo que tiene vuestra mujercita es que sois
un hombre abominable. ¿:No habéis notado que desde que esa buena de la emperatriz
de la China ha llegado a vuestra casa, el saloncito azul se ha entristecido, y
el mirlo no canta ni ríe con su risa perlada? Suzette despierta a Chopin, y
lentamente hace brotar la melodía enferma y melancólica del negro piano sonoro.
¡Tiene celos, señor Recaredo! Tiene el mal de los celos, ahogador y quemante,
como una serpiente encendida que aprieta el alma ¡Celos!
Quizá él lo
comprendía, porque una tarde dijo a la muchachita de su corazón estas palabras,
frente a frente, a través del mundo de una taza de café:
-Eres demasiado
injusta. ¿:Acaso no te amo con toda mi alma? ¿:Acaso no sabes leer en mis ojos lo
que hay dentro de mi corazón?
Suzette rompió a llorar. ¡Que la amaba! No,
ya no la amaba. Habían huido las buenas y radiantes horas, y los besos que
chasqueaban también eran idos, como pájaros en fuga. Ya no la quería. Y a ella,
a la que él veía su religión, su delicia, su sueño, su rey, a ella, a Suzette,
la había dejado por la otra.
¡La otra! Recaredo dio un salto. Estaba
engañada. ¿:Lo diría por la rubia Eulogia, a quien en un tiempo había dirigido
madrigales?
Ella movió la cabeza: -No. ¿:Por la ricachona Gabriela, de
largos cabellos negros, blanca como un alabastro y cuyo busto había hecho? ¿:O
por aquella Luisa, la danzarina, que tenía una cintura de avispa, un seno de
buena nodriza y unos ojos incendiarios? ¿:O por la viudita Andrea, que al reír
sacaba la punta de la lengua, roja y felina, entre sus dientes brillantes y
marfilados?
No, no era ninguna de ésas. Recaredo se quedó con asombro.
-Mira, chiquilla, dime la verdad. ¿:Quién es alla? Sabes cuánto te adoro, mi
Elsa, mi Julieta, amor mío.
Temblaba tanta verdad de amor en aquellas
palabras entrecortadas y trémulas, que Suzette, con los ojos enrojecidos, secos
ya de lágrimas, se levantó irguiendo su linda cabeza heráldica.
-¿:Me
amas?
-¡Bien lo sabes!
-Deja, pues, que me vengue de mi rival.
Ella o yo, escoge. Si es cierto que me adoras, ¿:querrás permitir que la aparte
para siempre de tu camino, que quede yo sola, confiada en tu
pasión?
-Sea- dijo Recaredo.
Y viendo irse a su avecita celosa y
terca, prosiguió sorbiendo el café tan negro como la tinta.
No había
tomado tres sorbos cuando oyó un gran ruido de fracaso en el recinto de su
taller.
Fue: ¿:Qué miraron sus ojos? El busto había desaparecido del
pedestal de negro y oro, y entre minúsculos mandarines caídos y descolgados
abanicos, se veían por el suelo pedazos de porcelana que crujían bajo los
pequeños zapatos de Suzette, quien toda encendida y con el cabello suelto,
aguardando los besos, decía entre carcajadas argentinas al marido
asustado:
-Estoy vengada. ¡Ha muerto ya para tí la emperatriz de la
China!
Y cuando comenzó la ardiente reconciliación de los labios, en el
saloncito azul, todo lleno de regocijo, el mirlo, en su jaula, se moría de
risa.
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